martes, 16 de febrero de 2010

FERNANDO AMPUERO!!!!!!!!!


Sumándose al fanatismo religioso, que la considera pecado, la pereza es definida por la Real Academia de la Lengua Española con excesiva severidad.


No se toma en cuenta la belleza de la palabra, ni lo cabal de algunas de sus derivaciones. El vocablo «desperezarse», por ejemplo, describe a la perfección la elasticidad de los músculos que se estiran con languidez en tanto que nuestro pensamiento parece flotar en una leve voluptuosidad.


La pereza, de otro lado, más que un defecto o una enfermedad, es un simple tránsito. Yo la percibo como un indispensable estado de ánimo que, en su justa medida, enriquece la vida y, de paso, forma el carácter, si tenemos en cuenta que nos ayuda a comprender que los fracasos son tan estimables como los éxitos, ya que lo segundo sin lo primero no tendría el menor valor.


La pereza ofrece la necesaria tregua que requiere todo uso del tiempo.


Ahora bien, si quien experimenta la pereza ha sido educado desde la infancia por curas jesuitas, estará mejor equipado para disfrutar del regodeo que nos proporciona. Quiero decir, sentirá la suficiente culpa –sin la cual el pecado no tiene sentido ni gracia– para reconocer sensualmente su presencia.


La pereza es un pecado delicioso, especialmente cuando se comete a las siete de la mañana. «Cinco minutitos más», susurramos en nuestro fuero interno, y, en ese preciso instante, comienza el placer. Con lentitud deliberada, apreciamos los segundos como si fueran diamantes cuyos suaves destellos aletargan nuestros párpados. Cerrar los ojos, darse una media vuelta en la cama, gozar del calorcito de las sábanas, taparse la cabeza con la almohada, oír el silencio de la sangre y, finalmente, como un vampiro, rechazar el alegre sol matinal que entra por la ventana, constituyen, desde los orígenes del dormitorio, sus momentos propicios.

La pereza, para decirlo de una vez, es un yoga natural. No abandonarse a su influjo cuesta trabajo. Algunos hombres, entre otros selectos animales, nacen con ella, pero muchos, por falta de práctica, la han olvidado. Existe, sin embargo, una manera de recordarla: quedarse quietos. Como disciplina de arte mayor, su ejecución eleva el espíritu. El cielo de la pereza, ya se sabe, está poblado de gatos, seres que han alcanzado la maestría en el ejercicio de su arte. Adoradores de dicho felino, los antiguos egipcios les rendían honores contemplando plácidamente cómo sus esclavos hacían por ellos los fabulosos templos y pirámides que hoy nos deslumbran.


Enemigos radicales de la pereza son las hormigas (tan laboriosas), los relojes (tan puntuales) y las buenas intenciones (tan insoportables). Todos se obsesionan por derrotarla, humillarla, ponerla en vereda, pero eso no es cosa fácil. La pereza tiene mil caras, y mil disfraces, algunos de ellos elegantísimos. La acusan de ser madre de todos los vicios, y en efecto lo es, siendo el más peligroso, sin ninguna duda, el literario. Incontables holgazanes, en nombre del ocio creativo, coartada y excusa predilecta, hacen uso de ella. La tentación, a decir verdad, es muy grande. Yo mismo, hace un momento, como único razonamiento sobre el tema, estuve tentado de dejar esta página en blanco.


La pereza es una diosa esquiva para gente sin imaginación, y para todos aquellos que se aburren. Sólo reconozco una pereza nefasta: la pereza mental. Con esta última, ya se sabe, se arrulla la estupidez.

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