Llamado a algunos doctores,
A Carlos Cueto Fernandini y John V. Murra
Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso,
que nos han de
cambiar la cabeza por otra mejor.
Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos,
que está lleno
de temores, de lágrimas, como el de la calandria,
como el de un toro
grande al que se degüella;
que por eso es impertinente.
Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros;
doctores que se
reproducen en nuestra misma tierra,
que aquí engordan o que se vuelven
amarillos.
Que estén hablando, pues; que estén cotorreando si eso les gusta.
¿De qué están hechos los sesos?
¿De qué está hecha la carne de mi corazón?
Los ríos corren bramando en la profundidad.
El oro y la noche, la plata y
la noche temible forman las rocas,
las paredes de los abismos en que el
río suena;
de esa roca están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos.
¿Qué hay a la orilla de esos ríos que tú no conoces, doctor?
Saca tu largavista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientas flores de papas distintas crecen
en los balcones de los abismos
que tus ojos no alcanzan,
sobre la tierra en que la noche y el oro, la
plata y el día se mezclan.
Esas quinientas flores son mis sesos, mi carne.
¿Por qué se ha detenido un instante el sol,
por qué ha desaparecido la
sombra en todas partes, doctor?
Pon en marcha tu helicóptero y sube aquí, si puedes.
Las plumas de los
cóndores, de los pequeños pájaros
se han convertido en arco iris y
alumbran.
Las cien flores de la quinua que sembré en las cumbres
hierven al sol en
colores; en flores se han convertido
la negra ala del cóndor y de las
aves pequeñas.
Es el mediodía; estoy junto a las montañas sagradas;
la gran nieve con
lampos amarillos, con manchas rojizas,
lanza su luz a los cielos.
En esta fría tierra siembro quinua de cien colores,
de cien clases, de semillas
poderosas.
Los cien colores son también mi alma, mis infatigables ojos.
Yo, aleteando amor, sacaré de tus sesos
las piedras idiotas que te han
hundido.
El sonido de los precipicios que nadie alcanza,
la luz de la nieve rojiza que,
espantando, brilla en las cumbres;
el jugo feliz de millares de yerbas,
de millares de raíces que piensan y saben,
derramaré en tu sangre, en
la niña de tus ojos.
El latido de miriadas de gusanos que guardan tierra y luz;
el vocerío de
los insectos voladores,
te los enseñaré, hermano, haré que los entiendas.
Las lágrimas de las aves que cantan,
su pecho que acaricia igual que la
aurora,
haré que las sientas y oigas.
Ninguna máquina difícil hizo lo que sé,
lo que del gozar del mundo gozo.
Sobre la tierra, desde la nieve que rompe
los huesos hasta el fuego de las
quebradas,
delante del cielo, con su voluntad
y con mis fuerzas hicimos
todo esto.
¡No huyas de mí, doctor, acércate!
Mírame bien, reconóceme
¿Hasta
cuándo he de esperarte?
Acércate a mí; levántame hasta la cabina de tu helicóptero.
Yo te invitaré el
licor de mil savias diferentes;
la vida de mil plantas que cultivé en siglos,
desde el pie de las nieves hasta los bosques
donde tienen su guaridas
los osos salvajes.
Curaré tu fatiga que a veces te nubla como bala de plomo;
te recrearé con
la luz de las cien flores de quinua,
con la imagen de su danza al soplo
de los vientos;
con el pequeño corazón de la calandria en que se trata el
mundo;
te refrescaré con el agua limpia que canta
y que yo arranco de
la pared de los abismos
que tiemplan con su sombra a nuestras criaturas.
¿Trabajaré siglos de años y meses
para que alguien que no me conoce
y
a quien no conozco me corte la cabeza
con una máquina pequeña?
No, hermanito mío.
No ayudes a afilar esa máquina contra mí; acércate,
deja que te conozca; mira detenidamente mi rostro,
mis venas; el viento
que va de mi tierra a la tuya es el mismo;
el mismo viento respiramos;
la tierra en que tus máquinas,
tus libros y tus flores cuentas, baja de la
mía, mejorada, amansada.
Que afilen cuchillos, que hagan tronar zurriagos;
que masen barro para
desfigurar nuestros rostros; que todo eso hagan.
No tememos a la muerte; durante siglos hemos ahogado
a la muerte con
nuestra sangre,
la hemos hecho danzar en caminos conocidos y no
conocidos.
Sabemos que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro;
mostrarnos
así, desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten.
No sabemos bien qué ha de suceder.
Que camine la muerte hacia nosotros;
que vengan esos hombres a quienes no conocemos.
Los esperaremos
en guardia; somos hijos del padre de todos los ríos,
del padre de todas
las montañas. ¿Es que ya no vale nada el mundo,
hermanito doctor?
No contestes que no vale.
Más grande que mi fuerza en miles de años
aprendida;
que los músculos de mi cuello en miles de meses,
en miles de
años fortalecidos, es la vida, la eterna vida,
el mundo que no descansa,
que crea sin fatiga;
que pare y forma como el tiempo, sin fin y sin principio.
José María Arguedas
Marzo, 1966