Una defensa de Lizzy Cantú
Me gusta Facebook porque gracias a él puedo ser una ermitaña socialmente aceptada. Confieso que no me gustan las personas, pero según esa red social yo tengo cuatrocientos siete amigos. A la mayoría jamás los veo, ni los veré, a menos que sólo sea a través de una ventana de internet, y en este caso «ver» sólo equivale a espiar sus fotos o leer los comentarios que dejan escritos. Adoro Facebook porque ahora puedo relacionarme con la gente sin tener que lidiar con la gente. Facebook tiene aplicaciones que te permiten felicitar, halagar y hasta abrazar a los seres no tan queridos (sin tocarlos, claro) y con ello mantener la sana distancia que permite la armonía y el equilibrio social. Desde que existe, las fiestas navideñas y los parientes a los que nunca vemos, salvo en esas reuniones, sobreviven durante todo el año en una serie infinita de fotografías a las que podemos volver una y otra vez. Entrar a Facebook es como estar ahí sin tener que estar ahí. Ves una foto de la fiesta a la que no fuiste y la comentas: «Estuve con el pensamiento». Facebook es el territorio del reencuentro. Puedes recordar viejos tiempos sin tener que tomarte un café con la chica que te caía mal en la secundaria ni mucho menos tener que organizar una fiesta de reunión con tus compañeros del instituto, a quienes por algo no has vuelto a ver en quince años. Con un álbum de fotos y un grupo virtual donde intercambiemos historias basta. Me gusta Facebook porque te permite ser brutalmente sincero. ¿Alguien dice que quiere ser tu amigo? Basta con presionar el botón «ignorar» y nunca más sabrás de él (o ella).
Me quedo con Facebook porque también tiene espacio para los misántropos tecnofílicos que navegamos con gesto impaciente y cínico por la red. Sólo falta el botón de «no me gusta» para ser completamente felices. Gracias a Facebook nunca más tendré una cita totalmente a ciegas. Si eres un soltero selectivo y no tan desesperado, Facebook te da la oportunidad de negarte a una terrible noche de conversación superficial autocensurada en un triste restaurante de sushi luego de que has mirado las fotos («si el tipo es feo en Facebook –dice mi amiga Melanie– en la vida real es feísimo: ahí uno sólo pone lo mejor que tiene») y descubierto en su perfil que cada cinco minutos abre una galleta de la suerte, se declara «adogmático, cognoscitivista» y sus libros favoritos son Harry Potter, El alquimista y Los siete hábitos de la gente altamente eficiente. Me gusta que frente al desenfreno exhibicionista de los demás, Facebook nos permita perseguir de forma anónima a nuestras obsesiones amorosas presentes y pasadas.
Llamar y colgar o pasar subrepticiamente enfrente de la casa del acosado se vuelve un juego absurdo y obsoleto cuando basta visitar su sitio en Facebook para enterarte de quiénes son sus amigos y sus programas de televisión favoritos, a qué fiesta planea ir y cuáles son las cinco canciones que más le gustan. Un amigo me dijo que, gracias a Facebook, ha visto hasta en bikini a una chica que le gusta sin haberla saludado nunca ni saber cómo es su voz. Adoro Facebook porque me permite opinar sin que me lo pidan y meterme discretamente donde no me llaman. Hasta las palabras pueden reinventarse ahí: Facebook es el único lugar donde el gerundio –uno de esos tres bastardos que algunos llaman verboides– deja su humilde subordinación y se vuelve galán. En el dominio de lo simultáneo, de lo inmediato, de lo sincrónico, uno se encuentra yendo, comiendo, abordando, pensando, asistiendo sin desatar la ira de los fundamentalistas gramaticales. Facebook te permite editar tu vida cuando quieras y como quieras en una suerte de esprit d’escalier interminable. Cuando Diderot acuñó ese término, identificó con él la frustración de encontrar demasiado tarde la frase ingeniosa con la que debimos haber respondido a una situación determinada. En Facebook uno puede cambiar su foto de perfil, sus gustos, aficiones y estado amoroso infinitas veces y nunca será demasiado tarde. Es el imperio de la hiperrealidad y el simulacro. Me encanta Facebook porque es la versión futurista de las azoteas de barrio donde las abuelas intercambiaban chismes mientras lavaban la ropa. Desde hace meses sigo varias historias de reencuentro, enamoramiento y separación de personas a las que conozco y cuyos enredos son más deliciosos que cualquier telenovela mexicana. Supongo que cuando incluya este elogio en mi perfil, no tendré más enemigos sino un poco menos de amigos. Y eso, creo, no está tan mal.
De todas formas, ¿quién carajos tiene cuatrocientos siete amigos?
Detesto el Facebook
Una diatriba de Michael Kohl K.
Odio el Facebook porque sólo es una baratija electrónica para pasar el tiempo en internet cuando no tienes nada mejor que hacer: revisas fotos ajenas, lees comentarios sin imaginación, juegas a encontrar gente famosa. Tengo amigos desempleados que se pasan el día en cama –la computadora portátil en las rodillas, un bote de helado semivacío en el velador– revisando una y otra vez los perfiles de sus «amigos» sólo para sentirse acompañados, o menos solos o para descubrir que alguien, en algún lugar del mundo, también perdió el empleo, y entonces son felices, perversamente felices. Estar en Facebook es como salir a la calle para distraerte admirando la fortuna o desgracia ajena, pero ahora la tecnología te ha hecho creer que puedes salir a la calle sin salir a la calle para nada. Vemos el mundo desde una jaula modelo Mac o PC. El Facebook te vende la falsa ilusión de que estás interactuando de una manera nueva y cool con muchas personas ("yo tengo dos mil quinientos amigos», me recordó un amigo que vive en una isla solitaria"), cuando en realidad sigues siendo el mismo tipo solitario con problemas de adaptación (acto seguido, mi amigo me tomó la mano de una manera poco adecuada, y entonces perdió a su único amigo de carne y hueso, o sea yo). Por eso detesto el Facebook, y porque a pesar de mi desprecio no he podido resistir la novelería de estar allí. Tengo una cuenta que visito muy de vez en cuando, generalmente para espiar fotografías de chicas desconocidas, con la misma frustración de un hambriento que contempla el menú de un restaurante por internet. Si el voyeur convencional ya es víctima de una agonía, el voyeurista virtual es preso de un clima mental que no admite ningún grado de optimismo. El primero, puede romper la puerta a patadas y presentarse ante la chica con todas sus credenciales. El mirón de Facebook se contenta con acariciar la pantalla donde sale esa chica que vive en las antípodas, echar saliva y… Yo prefiero la vida real, y dejo el Facebook como una simple herramienta de trabajo: una especie de tarjeta de presentación permanente que está allí en la web para quien te necesite.
Odio que la gente asuma esa herramienta como si fuera una instancia más de la vida, un lugar al que es indispensable ir al menos una vez por semana al igual que antes se acudía a las plazas o a las iglesias para enterarte de lo que ocurría en el mundo. Soy un viajero que no está dispuesto a cambiar las experiencias carnales por los tristes «abrazos» o «besos» que te ofrece el Facebook. Por eso lo odio, y porque en el fondo se trata de una de esas sencillas cosas de la vida (como un teléfono o una calculadora electrónica) a las que la gente atribuye más cualidades de las que tienen de verdad. Es la tragedia de la sociedad de consumo: las personas sabemos que algo es mediocre (como las hamburguesas) pero igual convertimos ese producto en una mediocridad universal (como Britney Spears). Lo sé. El problema no es el Facebook (ni las hamburguesas, ni siquiera Britney) sino la gente que endiosa el Facebook (y las hamburguesas y también a Britney); por eso odio el Facebook (que ni siquiera es una baratija tan mediocre como Britney) y también a las personas que lo defienden (y que me perdone la señorita guapa del costado: mi odio no es nada personal). Detesto el Facebook porque no es popular en Brasil y ya sabemos que sin las brasileñas el mundo sería menos interesante. No me gusta el Facebook porque, a pesar de todo, mientras escribo este artículo (sentado en la terraza de un hotel frente a los glaciares de la Patagonia *) no puedo resistir la tentación de entrar en ese mundo virtual para preguntarme si acaso estoy equivocado. En mi sitio de Facebook (tengo sesenta y cuatro amigos), un hombre dice que acaba de escribir un buen artículo. Seis personas lo felicitan, incluida una mascota que también tiene un sitio en el Facebook. Una mujer anuncia que tiene «tossss persistente…». Otro le responde: «grrrr y grrrr». Otro explica que ha recolectado tres mil monedas de la suerte en uno de los juegos electrónicos del Facebook, y a continuación se origina un debate donde doce personas terminan discutiendo acaloradamente (¿recuerdan que aún no hay cura para el cáncer y que el calentamiento global es irreversible?) sobre las monedas de la suerte. Detesto el Facebook como detesto los grupos. Es una condición inevitable de la raza humana: cuando la gente se reúne (así sea en el ciberespacio), el resultado siempre es la banalidad.
Bueno solo para no perder la costumbre no crean que leer etiqueta negra siempre resulta tan "superficial" y con temas tan.. "de moda" igual la entrada de cómo seducir a una chica sin hablarle es más paja al menos a mí me dio risa, imaginé a keru por ejemplo (seduciéndome) preocupado por el bulto hahaha, ya ya, ya sé que todo me da risa; fácil otro día que tenga ganas de más copy&paste la suba, por ahora tengo mucho que escribir pero cero ganas de hacerlo así que me voy a ver una pela.
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