El sujeto ya no puede interpretar su propia fragilidad o su propia muerte por la simple razón de que ha sido inventado para defenderse de ellas, al mismo tiempo que de las seducciones, las del destino, por ejemplo, que provocarían su pérdida. Existe ahí una contradicción irresoluble en la perspectiva de su propia economía. Y por consiguiente, hoy, la posición de sujeto ha pasado a ser simplemente insostenible. Nadie es capaz actualmente de asumirse a sí mismo como sujeto de poder, sujeto de saber, sujeto de la historia. Y además nadie lo hace. Nadie asume ya este papel inconmensurable, que ha comenzado a caer en el ridículo junto con el universo de la psicología y de la subjetividad burguesa para encontrarse hoy simplemente anulado en la transparencia y la indiferencia. Vivimos las convulsiones de esta subjetividad, y no paramos de inventar otras nuevas, pero esto ni siquiera es dramático: la problemática de la alienación se ha desmoronado. Y la evidencia del deseo se ha convertido en un mito. Llegamos, pues, a la paradoja de que en esta coyuntura en a que la posición de sujeto se ha hecho insostenible, la única posición posible es la del objeto. La única estrategia posible es la del objeto. Hay que entender ahí no el objeto «alienado» y en vías de des alienación, el objeto dominado y reivindicando su autonomía de sujeto, sino al objeto que desafía al sujeto, que le remite a su posición imposible de sujeto. Estrategia, pues, cuyo secreto es el siguiente: el objeto no cree en su propio deseo, el objeto no vive de la ilusión de su propio deseo, el objeto carece de deseo. No cree que nada le pertenezca en propiedad, y no cultiva ninguna fantasía de reapropiación ni de autonomía. No intenta basarse en una naturaleza propia, ni siquiera la del deseo, sino que, de repente, no conoce la alteridad y es inalienable. No está dividido en sí mismo, cosa que es el destino del sujeto, y no conoce el estadio del espejo, con lo que acabaría por confundirse con su propio imaginario. Es el espejo. Es lo que remite al sujeto a su transparencia mortal. Y si puede fascinarle y seducirle, es precisamente porque no irradia una sustancia o una significación propia. El objeto puro es soberano porque es aquello sobre lo cual la soberanía del otro acaba por romperse y caer en su propia trampa. El cristal se venga. El objeto es lo que ha desaparecido en el horizonte del sujeto, y desde el fondo de esta desaparición rodea al sujeto en su estrategia fatal. Entonces es cuando el sujeto desaparece en el horizonte del objeto. Eso es cierto respecto del objeto sexual, poderoso por su ausencia de deseo, y respecto a las masas, poderosas por su silencio. El deseo no existe, el único deseo consiste en ser el destino del otro, en convertirse para él en el acontecimiento que supera cualquier subjetividad, que derrota por su vencimiento fatal cualquier posible subjetividad, que absuelve al sujeto de sus fines, de su presencia y de cualquier responsabilidad consigo mismo y con el mundo en una pasión al fin definitivamente objetiva. La posibilidad, la voluntad del sujeto de situarse en el corazón trascendental del mundo y de imaginarse como causalidad universal, bajo el signo de una ley de la que sigue siendo el dueño, esta voluntad no impide al sujeto invocar al objeto en secreto como fetiche, como talismán, como figura de inversión de la causalidad, como lugar de una hemorragia violenta de la subjetividad. «Detrás de la subjetividad de las apariencias, existe siempre una objetividad oculta.»
Todo el destino del sujeto pasa al objeto. La ironía sustituye la causalidad universal por la fuerza fatal de un objeto singular. El fetiche ilustra la objeción profunda que dirigimos a la causalidad normal, a la ridícula pretensión de atribuir una causa a cada acontecimiento, y cada acontecimiento a su causa.
Todo efecto es sublime, si no queda reducido a su causa. Por otra parte, sólo el efecto es necesario, la causa es accidental. El fetiche opera el milagro de borrar la accidentalidad del mundo y de sustituirla por una necesidad absoluta.
Sólo sentimos en la percepción de las causas una necesidad relativa; y, por tanto, una dicha relativa. Sólo una necesidad absoluta, extática, nos transporta. Característica que posee el objeto puro y singular, en el que obtenemos de golpe toda la intercesión del mundo. Podemos vivir en lo universal, perseguir unos fines objetivos, distribuir nuestra vida en las formas claras de la alteridad, podemos conceder a las cosas un valor más o menos racional (que, sin embargo, no iguala nunca al que nosotros mismos nos concedemos), es preciso sin embargo, que en un momento determinado la dicha y la desdicha, y el mismo hecho de vivir, se encarnen en un ser o una cosa absolutamente singulares, que
ya no responden a ninguna determinación universal, pero en la que se precipitan, bajo forma de afecto específico, injustificable, completamente artificial en relación a las cualidades «naturales» de este objeto, todas las formas resumidas de la identidad y de la alteridad. Nada escapa a esta experiencia de asumir un objeto, tal objeto, con toda la fuerza oculta de la objetividad. Eso forma parte de las apuestas absurdas, es igual que, por las mismas razones, la apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios.
Todo el destino del sujeto pasa al objeto. La ironía sustituye la causalidad universal por la fuerza fatal de un objeto singular. El fetiche ilustra la objeción profunda que dirigimos a la causalidad normal, a la ridícula pretensión de atribuir una causa a cada acontecimiento, y cada acontecimiento a su causa.
Todo efecto es sublime, si no queda reducido a su causa. Por otra parte, sólo el efecto es necesario, la causa es accidental. El fetiche opera el milagro de borrar la accidentalidad del mundo y de sustituirla por una necesidad absoluta.
Sólo sentimos en la percepción de las causas una necesidad relativa; y, por tanto, una dicha relativa. Sólo una necesidad absoluta, extática, nos transporta. Característica que posee el objeto puro y singular, en el que obtenemos de golpe toda la intercesión del mundo. Podemos vivir en lo universal, perseguir unos fines objetivos, distribuir nuestra vida en las formas claras de la alteridad, podemos conceder a las cosas un valor más o menos racional (que, sin embargo, no iguala nunca al que nosotros mismos nos concedemos), es preciso sin embargo, que en un momento determinado la dicha y la desdicha, y el mismo hecho de vivir, se encarnen en un ser o una cosa absolutamente singulares, que
ya no responden a ninguna determinación universal, pero en la que se precipitan, bajo forma de afecto específico, injustificable, completamente artificial en relación a las cualidades «naturales» de este objeto, todas las formas resumidas de la identidad y de la alteridad. Nada escapa a esta experiencia de asumir un objeto, tal objeto, con toda la fuerza oculta de la objetividad. Eso forma parte de las apuestas absurdas, es igual que, por las mismas razones, la apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios.
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